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Desde el principio nos gustó que la casa no tuviera cortinas. El edificio, de los años 50, conserva todavía grandes carpinterías dispuestas a lo largo de un chaflán. El amanecer resulta especial. Lentamente se va iluminando la ciudad, los vecinos descorren sus cortinas y poco a poco empiezan a aparecer con una disciplina inquebrantable. Primero asoma la cabeza la señora del tercero, y luego abre el balcón de par en par, (tanto en verano como en las frías mañanas de invierno), esa misma señora que nos encontraremos minutos después camino a la oficina y con la que nos cruzaremos como si fuera una extraña. Y así, uno tras otro van apareciendo en la escena, enmarcada por esa vieja carpintería. Pasa el día, y al anochecer, la ciudad empieza a ocultarse, se va retirando el sol, los vecinos extienden sus cortinas y nosotros nos mantenemos allí, expuestos, sin querer borrar la ciudad de nuestras vidas.
Y es entonces cuando nos damos cuenta que la ciudad nos trata de un modo especial. Ya de noche, con todos los edificios apagados y con tan sólo la luz de unas cuantas farolas, allí aparecen nuestras ventanas, desnudas, iluminadas, mostrando una pequeña luz que baña los libros de una estantería. Y un cuadro rojo en la pared que se ve desde el inicio de la calle.
Ignacio Grávalos y Patrizia Di Monte
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